El perro en las esperas
Publicado en la revista “Caza y Pesca” de agosto de 2002.
Decíamos en otra ocasión que, para que haya caza, deben existir fundamentalmente tres cosas: cazador, pieza y arma. Pero… ¿Qué sería de los guisos sin los condimentos? En ese apartado, los cazadores incluimos multitud de accesorios, ropas, querencias, vehículos y… algún que otro amuleto que nunca nos ha fallado, por lo que estamos convencidos que nos dará suerte en la próxima aventura. Pero si además de ese condimento lo que buscamos es un compañero, enseguida aparece nuestro amigo el perro de caza. Por lo tanto, es normal y gratificante que en cualquier modalidad venatoria salga a relucir el can, sea de muestra en la menor, de rehala en las monterías o cobradores en los ojeos de perdiz o acuáticas. Sin embargo, es curioso que en esta pasión de las esperas, no se suele hablar mucho del perro. Vamos a romper una lanza en su favor.
Partamos de la base que, aunque llevemos muchos años en el monte, nunca acabaremos de ser unos maestros del pisteo. Yo, en mi caso, lo reconozco. Este “título” sólo lo consiguen verdaderos hombres de sierra, que viven en contacto permanente con ella y que, por lo mismo, leen sobre su terrosa piel como nosotros en un libro. De los que yo he tratado, únicamente puedo señalar a Tío Francisco, a Adolfo y a Jesús “El Hubero”. Necesitaremos entonces “alguien” que nos haga ese delicado trabajo. Aquí aparece el perro de sangre. Veamos que características debe poseer y cual debe ser su raza.
Definiremos que “El perro para una espera es aquel que, simplemente tiene que estar picado y enseñado a cobrar un cochino al que se ha disparado y no se ha quedado en el tiro”. ¡Ni más ni menos! En dos líneas hemos definido el trabajo de un perro preparado para que nos sirva como ayudante en nuestros aguardos, pero no hemos dicho todo lo que hay detrás del “escenario”, es decir, las múltiples horas de enseñanza que hemos tenido que dedicar al animal desde cachorro para que vaya entrando en su cerebro lo que queremos de él. A diferencia de los de muestra, el perro de rastro no necesita “parar” la pieza, sino seguir su rastro (con sangre en el caso del animal herido) hasta encontrarla. Para enseñarle a efectuar esta función, iremos haciendo rastros artificiales con sangre de las propias reses (mezclada con algún anticoagulante), complicando esos rastros hasta conseguir hacer un perro maestro que pueda encontrar la pieza abatida después de veinticuatro, treinta y seis e incluso más horas transcurridas desde el disparo. También es cierto que el aprendizaje es más rápido que en los de muestra. Una salvedad: los perros de los hombres de sierra “aprenden solos” por la continua experiencia a la que son sometidos.
Dentro de los perros de rastro tendremos los que llegan hasta la pieza y se quedan junto a ella, latiendo con un “aullido de muerte” o los que vuelven a buscar a su dueño y le conducen hasta la res abatida. También los podemos utilizar colocándolos una larga trailla, pero a mí particularmente no me convence este sistema, pues siempre se me acaba enredando en el monte y, al final, acabo hecho un lío. Si el perro es de buen tamaño y la pieza está lo suficientemente herida, el can deberá morderla y sujetarla e incluso acabar de darla muerte.
Conocido ya nuestro “colaborador”, situémonos en el puesto de espera en una preciosa noche de luna con el aire bajando de la sierra. El perro, nuestro o de la finca, lo habremos dejado en la casa. Sólo he conocido a un “chucho” que era capaz de estar con su amo –antiguo furtivo y guarda ejemplar de la zona de Los Navalucillos– durante una espera sin mover ni un solo músculo. Cuando empecé con los aguardos –hace muchos años- intenté enseñar a mis teckels a estar así en el puesto. Nunca lo conseguí. Desde entonces me da verdadero pánico que pueda espantarme un “macareno” en el critico momento. Mi consejo es que, repito, lo dejemos en la casa o en el coche.
Siguiendo con la secuencia, hemos tenido suerte, nos ha entrado el viejo macho que esperábamos y, si hemos hecho todo bien, el premio inmediato a un disparo certero es ver caer al jabalí como un saco de patatas, oír si acaso un par de estertores y luego, mientras nuestros nervios empiezan a relajarse, escuchar el silencio de la noche que vuelve a concentrarse en su dulce negrura. No hagamos nada, sólo respirar profundamente y guardar en nuestro corazón esos momentos preciosos que nos acompañarán durante el resto de nuestra vida.
Pero… no siempre es así. Algunas veces, aún herido de muerte, el jabalí no se queda en el sitio y entonces deberemos actuar. Primeramente escucharemos todos los sonidos que puedan orientarnos sobre la huida del cochino herido. Después dejaremos pasar un rato y cuando la quietud se haya adueñado del entorno, recogeremos todo lentamente, sin prisas, y, con muchas precauciones, nos acercaremos al lugar del tiro, para encontrar todas las señales que utilizaremos en la decisión de intentar cobrar el guarro a “renglón seguido” o a la mañana siguiente. En cualquiera de los dos casos, además de nuestro propio pisteo, deberá entrar en acción el perro de sangre.
En cuento pongamos a nuestro auxiliar en la pista -más aun si el jabalí herido va dando algo de sangre- parecerá que se transforma, la afición le hará temblar y, con seguridad por su parte y emoción por la nuestra, nos deberá llevar hasta el cochino muerto. Una ventaja añadida es que, en el caso de que todavía esté vivo el cerdoso, el perro será el que se lleve la primera acometida. El mismo ladrido del can nos dirá si el guarro está muerto o solamente herido, pero con suficiente vida para atacar a nuestro ayudante y darnos un susto a nosotros. Este sistema tiene el defecto de que, si el jabalí no está muy “tocado”, podemos levantarle y, en caliente, no se detenga y trasponga la sierra, no cobrándolo nunca. Por esta razón, nunca deberemos emprender el pisteo hasta pasadas por lo menos dos horas del disparo.
Hablando de razas, creo que cualquiera de ellas puede valernos ya que he visto hacer cobros excepcionales a sabuesos, bracos, teckels -como mis dos ejemplares “Eros” y “Toro”– jagdterriers, drahthaar y otras razas de “categoría”, pero tengo una especial predilección por los humildes “mil leches de rabo retorcido” de mis amigos furtivos y guardas, o los listísimos careas de pastores y cabreros. Estos últimos me han hecho vivir los mejores cobros de guarros que creí perdidos y que conseguí recuperar gracias a esos fieles colaboradores que, como premio, solo piden una pequeña muestra de afecto por nuestra parte. Vaya desde aquí mi recuerdo para el “Cachuli”, la “Sole” y la “Pili” de mi amigo Adolfo.
Para terminar, dejadme transcribir algo que escribí hace tiempo y que, con mi teckel Eros de protagonista, es un lance para el recuerdo. Había tirado uno de los socios a un buen cochino la noche anterior. Por la mañana, con varios perros de todo tipo, emprendemos el pisteo. Esta es la narración: “Con buen humor, fresquito en el ambiente y algún resoplido por el esfuerzo madrugador, llegamos pronto al puesto de «El Navajo» y estudiando las señales del tiro enseguida empezamos a ver sangre. Pronto comenta Adolfo que el animal va dejando pistas que demuestran algo extraño en sus extremidades. Esto podría indicar la causa por la que, al recoger al esperista, escucháramos al guarro varias horas después del disparo. Estamos en estas divagaciones, personas y canes, cuando se oye el ladrido de un perro a unos trescientos metros monte arriba. Como todos conocemos al autor de las exclamaciones gritamos al unísono: ¡el Eros! y salimos corriendo repechando hacia el lugar de los ladridos. A mi lado, mi hermano empuña una escopeta Franchi semiautomática cargada con bala. En pocos minutos somos los primeros en llegar al lugar de la refriega… ¡y el espectáculo es digno del mejor cuadro de caza! El guarro está herido pero completamente vivo y el Eros, que no ha vuelto a ladrar en los últimos momentos, materialmente colgado de los testículos del cochino. Antonio apunta rápidamente su arma y cuando va a disparar, detengo su acción, diciéndole que no lo haga, ya que observo que el animal tiene las dos manos partidas a bastante altura. En ese momento llega el resto de los perros y se organiza una barahúnda de ladridos y dentelladas, hasta que Carlos hunde su cuchillo en el codillo del viejo jabalí, que deja definitivamente de sufrir.”